viernes, 30 de noviembre de 2012

SANGRE DE MI SANGRE.





Yo la quería; obviamente. Uno sólo mata cuando siente. Recuerdo el tiempo en el que, en la cama, veíamos los westerns de madrugada de TeleMadrid.

 Sin embargo, la veía renqueante, día tras día, envuelta en ese aire auto-compasivo, sumergida en sus ojos acuosos y en sopas de letras que despertaban cortocircuitos en su cerebro, reptando con su taca-taca. Su taca-taca. Sus cinco piernas. Nunca estuvo más cerca de ser un mamífero cualquiera. Avanzaba, impasible, inmutable, con su taca-taca, constante como una gota que cae, como un reloj de cuco. Ese ruido a las tres, a las cuatro de la mañana. Siempre presente: un acúfeno impuesto, peor que un taladro; y pensaba en las aberraciones que cometió cuando aún era joven, en su forma de vivir, todavía maliciosa y ruin. 

Un día, me insultó porque no quedaba azúcar, y la sangre me pudo; y la maté.¿Si siento remordimientos? No sabía que eso redujera mi Castigo.

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