viernes, 30 de noviembre de 2012

THE YOUTH.-









Menuda soledad. Una soledad insalvable; no se trataba de que faltaran gente, ni personas, ni individuos. Era algo improbablemente finalizable. El dolor y la amargura que ella contenía la separaban del resto del mundo. Ella era súbitamente consciente de lo sucias que eran las personas; de lo tontas que eran, de lo ruines y traicioneros que eran los seres humanos, y lo convenientes que eran sus actos; de las brisas que iban y venían, de los cambios que nunca llegaban a realizarse. La herida del mundo, paradójicamente, era lo único que la mantenía atada a él.
Un cambio. Necesitaba urgentemente un cambio. Su postura era insostenible. Se sentía como uno de esos fonambulistas mancos que sólo existían en sus propias pesadillas. Soñó con hacerlo conjuntamente; soñó. Creó poder levantar un imperio, una firma para la historia. Algo de lo que poder sentirse orgullosa. Luchar por algo. Pero los sueños se derrumban porque al final sólo son sueños.  Parecía mentira que hubiera tardado tanto en reconocer algo que ya sabía.
Deambulaba por la calle Montera; ni siquiera podía sentir pena por aquellas putas. Normalmente no llegaba ni a verlas; no, verlas las veía, pero no como a seres humanos, no como a entidades con un yo que sufrían y padecían, sentían, amaban igual que ella. Muñecos. Las personas habían pasado a convertirse en una carcasa. Más o menos bonita; gorda o flaca. Una carcasa. Como las de los móviles; vacías, carcasas vacías de intenciones, de conciencia, de pensamiento, de identidad, de naturalidad; carcasas carentes del tacto de una piel suave, del calor de una mano imperfecta. Su propia carcasa de falsedad, sus mil sonrisas y sus frivolidades habían empezado a recubrirla por entero. Y a enterrarla. De repente los últimos dos años le parecían absurdos, carentes de rumbo, de norte y de sentido; dos años, cortos para la vida de un ángel y largos para la de un perro; dos años en los que lo único que había hecho había sido conocer gente, aplaudirle las gracias, y usar su inteligencia sólo para poder ofrecer respuestas agudas e impertinentes. Dos años negando su propio ser; sin hablar con nadie; dos años negándose a sí misma lo único que la diferenciaba de la mierda de alrededor. Su absoluta clarividencia. Su capacidad de análisis; su sincero pesimismo. No era capaz de asumir esa carga: la verdad de un mundo abocado a la destrucción miserable más absoluta, y que nadie parecía ver. Se preguntó cómo debía haber sido Gomorra para causar tanta impresión: nada podía ser peor que la sociedad en la que se movía.
Todos estos pensamientos se reflejaban en sus ojos; las personas con las que se cruzaba evitaban mirarla directamente, porque sus pupilas eran dos pozos de negrura  dónde el alma, en toda su putridez, se veía a sí misma desnuda.

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